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La Federación Argentina de Proveedores Mineros lanzó un duro comunicado denunciando que operadoras extranjeras están desplazando a empresas locales en favor de firmas chilenas, lo que -advierten- amenaza el empleo y las economías regionales.
12/08/2025 Por Salta MiningLa disputa por la minería argentina acaba de subir varios grados de temperatura. No estamos hablando de una interna técnica entre ingenieros ni de un debate académico sobre geología, sino de una pulseada con todas las letras, donde lo que está en juego son contratos millonarios, puestos de trabajo y la distribución real de los beneficios que deja el subsuelo.
La Federación Argentina de Proveedores Mineros (FAPROMIN), que nuclea a las cámaras empresarias de Jujuy, Salta, Catamarca, San Juan y Santa Cruz, salió con los tapones de punta contra lo que consideran un avance desmedido de empresas chilenas en proyectos mineros que operan en nuestro país. El comunicado que difundieron no ahorra adjetivos: acusan a ciertas operadoras de priorizar sistemáticamente a proveedores extranjeros, dejando de lado a empresas argentinas que llevan años trabajando, capacitándose y adaptándose a las exigencias del sector.
Y ojo, que no es una queja improvisada. Según FAPROMIN, este desplazamiento de proveedores locales no es un hecho aislado, sino una tendencia que amenaza con desarmar un modelo de desarrollo construido a pulmón durante más de una década. Ese modelo, dicen, fue clave para que la minería pasara de ser vista como una actividad conflictiva, casi enemiga, a una oportunidad de progreso para muchas comunidades del interior profundo.
En su declaración, la Federación es categórica: “Costó años revertir la mala imagen de la minería. Volver a las prácticas del pasado traerá graves consecuencias”. Y cuando hablan de “prácticas del pasado”, se refieren a esa época donde las operadoras llegaban, extraían, exportaban y se iban, dejando poco y nada en las economías locales.
El eje del reclamo está claro: si los contratos se los llevan empresas extranjeras, los beneficios también se van afuera. Eso no solo golpea las arcas provinciales y municipales, sino que erosiona la famosa “licencia social” que tanto cuesta obtener. Porque, seamos francos, en pueblos que conviven con el ruido, el polvo y el movimiento constante de camiones, la tolerancia hacia la actividad minera se sostiene en gran medida gracias a los puestos de trabajo y a la rueda económica que se activa alrededor de cada proyecto.
Uno de los puntos más delicados del comunicado tiene nombre y apellido: Tratado Binacional Minero Argentina-Chile, firmado en 1999. Este acuerdo permite que, en proyectos ubicados en zonas de frontera, bienes, servicios y trabajadores puedan cruzar de un lado a otro sin trabas aduaneras. Sobre el papel, suena lógico y eficiente. En la práctica, dicen desde FAPROMIN, se ha convertido en una autopista para que proveedores chilenos se instalen en proyectos del lado argentino, aprovechando menores costos operativos y una logística más aceitada.
El caso emblemático es el del proyecto Vicuña, que incluye yacimientos como Filo del Sol y Josemaría en San Juan. Allí, denuncian, las camionetas con patentes chilenas ya son parte del paisaje. Y aunque el protocolo binacional establece límites precisos para cada proyecto, en la realidad, según empresarios locales, esas fronteras se desdibujan y terminan beneficiando más al lado trasandino.
Lo que ocurre en San Juan no es la excepción. En Catamarca, Salta, Jujuy y Santa Cruz se escuchan las mismas quejas: licitaciones que antes quedaban en manos argentinas ahora van a empresas extranjeras, muchas veces bajo el argumento de que ofrecen “mayor confianza” o “mejor preparación”. Para las cámaras nacionales, esos argumentos son más un slogan que una realidad, y detrás hay una simple ecuación económica: bajar costos, aunque eso implique sacar de juego a quienes invirtieron años en capacitarse y adaptarse a los estándares del sector.
FAPROMIN advierte que esta tendencia no es inocua. Si las comunidades vuelven a sentir que la minería no les deja beneficios concretos, el humor social se puede dar vuelta en un abrir y cerrar de ojos. Y no hace falta remontarse mucho para recordar lo que eso significa: cortes de ruta, bloqueos a yacimientos y proyectos paralizados por semanas o meses.
En un contexto de crisis económica, esos conflictos pueden encenderse todavía más rápido. No se trata solo de quién factura por vender un servicio o un insumo, sino de quién sostiene el empleo local y alimenta la rueda de las economías regionales.
Todo esto ocurre en un momento en que el cobre aparece como la gran promesa de la minería argentina. Según la Cámara Argentina de Empresas Mineras (CAEM), hay seis proyectos avanzados que podrían sumar casi 20 mil millones de dólares en inversiones y colocar al país entre los diez mayores productores mundiales hacia el final de la década.
Pero si esa oportunidad se capitaliza mayormente con proveedores extranjeros, ¿qué quedará para las provincias? Esa es la pregunta que sobrevuela el debate. Porque, más allá de los discursos optimistas y los powerpoints llenos de proyecciones, lo que define si la minería es una bendición o un problema para una comunidad es la respuesta a una cuestión muy sencilla: ¿la plata queda acá o se va?
El comunicado de FAPROMIN no es un cierre, sino una apertura. Marca el inicio de una disputa política, económica y mediática que probablemente se intensifique en los próximos meses. Del otro lado, las operadoras extranjeras no se quedarán calladas y ya deslizan que la competencia internacional es necesaria para mantener la eficiencia y los estándares globales.
Mientras tanto, en los pueblos mineros, los vecinos seguirán mirando no tanto las cifras de exportación ni los informes de reservas, sino algo mucho más concreto y es cuántos de sus hijos, sobrinos o vecinos trabajan en esos proyectos y cuántos camiones con patente local entran y salen del yacimiento. Porque, al final del día, ahí se juega la verdadera licencia social.
Algo deja claro este nuevo capítulo y es que, en la Argentina minera, no alcanza con tener el recurso, hay que decidir quién y cómo lo aprovecha. Esa decisión, aunque se disfrace de plan técnico, es profundamente política.
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